CHRIS MARKER, EL SIGLO ROJO DE UN CINEASTA “Cuando los hombres mueren, pasan a la
historia. Cuando las estatuas mueren, pasan al arte. Esa botánica de la
muerte, es aquello que llamamos cultura […] Un objeto muere cuando
desaparece la mirada viva que lo observa; y cuando desaparezcamos
nuestros objetos irán ahí mismo adonde mandamos los objetos de los
negros: al museo. Vemos el arte negro como si éste hallara su razón de
ser en el placer que nos proporciona. Las intenciones del negro que lo
creó, las intenciones del negro que lo mira, nos resultan ajenas. Y como
están grabados en la madera, sus pensamientos se nos antojan como
estatuas. Y vemos como pintoresco aquello en lo que la comunidad negra
ve el rostro de una cultura”.
Esta crítica, con la que se inicia el documental Las estatuas también mueren, realizado
con Alain Resnais y Ghislain Cloquet en 1953, bien podría ser el exergo
de la obra documental del cineasta francés Chris Marker: que las luchas
de emancipación, del siglo que le tocó vivir, no naufragaran en el
exotismo: grabar los sobresaltos de la historia para que no se
convirtieran en meros objetos de curiosidad de un futuro amnésico
–evitar, por así decirlo, su “museificación”.
Pese a que su filme más conocido siga siendo La jetée
(1962), un cortometraje de ciencia-ficción realizado al modo de una
foto-novela y que fuera libremente adaptado por Terry Gilliam en Doce monos
treinta años más tarde, Chris Marker se dedicó ante todo al documental
–género en el que es una de las figuras clave–. Entre el cine-ensayo y
el cinéma-vérité, que surgieron a mediados del siglo pasado,
Marker supo destacarse por su manera peculiar de tejer una compleja
relación entre imágenes y narración, la variedad de las fuentes
audio-visuales a las que acude, el virtuosismo de su montaje o la
capacidad de poner en entredicho las imágenes, develando su sustrato
ideológico, y darles vuelta en busca de otro sentido.
Lejos de emprender un análisis exhaustivo de su obra, se enfocarán
aquí algunas tentativas suyas de captar los estallidos revolucionarios
característicos de la época. Y es que la mirada de Marker, por el
compromiso político que la guia, constituye un sismógrafo de las luchas
antisistema del siglo anterior –es decir, una disección de la historia
contemporánea–. Cuba sí (1962), El fondo del aire es rojo (1977), La tumba de Alejandro
(1993), son los jalones de esta carrera vertiginosa que en apenas tres
décadas va del despertar del Tercer Mundo a la desaparición de la URSS.
El tiempo de la euforia
Cuba sí está entre aquellos primeros filmes que el
realizador consideraría más adelante parte de su prehistoria como
cineasta –un período de balbuceos antes de La jetée–. Sin
embargo, representa un trabajo sintomático. Y ello por múltiples
razones. Primero, porque da cuenta del entusiasmo y a la vez del pánico
que la revolución cubana suscitó en todo el mundo. Por una parte, el
sueño de un socialismo que no se rigiera por el eufemístico centralismo
democrático que los tanques rusos habían impuesto en Europa del este.
Por la otra, empezando por Estados Unidos, iba rondando la pregunta:
¿cómo restañar la marea roja? Es ése el telón de fondo del documental.
Así la voz en off no para de insistir en el carácter
absolutamente cubano de la revolución. Y, por lo tanto, en ese modo tan
cubano de organizar la defensa de la isla, de ir a las manifestaciones,
de montar un desfile y ¡hasta de cortar las naranjas o de beber! La
cámara se regodea en rostros que, en su diversidad (blancos, mestizos,
negros) e indiferencia, evocan una Babel en estado de sitio y sin
embargo feliz –rayano en la etnología del buen salvaje–. Secuencias
breves o planos cortos se suceden a un ritmo desenfrenado que, como la
revolución, no se detiene, salvo en el momento en que habla Fidel. La
alternancia continua entre los planos abiertos de la muchedumbre y los
planos cerrados de los rostros viene a sugerir que, más que diluirse en
la masa, el individuo se realiza en la colectividad.
Pero hay más. Cuba sí puede ser visto como la matriz de lo
que sería en adelante el enfoque de la izquierda respecto a la realidad
cubana –aquí coinciden todos los tópicos–. La lucha entre David y
Goliat, el pueblo jubiloso tras la figura providencial de su líder, los
logros sociales y la excepción caribeña –en la que no hay gulags–. Claro
que se trata de un filme comprometido que no oculta sus afinidades.
Pero es precisamente eso, la voluntad de ensalzar la revolución, lo que
obstaculiza su comprensión. Encuadrándose la complejidad de semejante
acontecimiento en una caricatura.
De ahí ese sorprendente contraste entre la cámara, que se desliza
continuamente entre la multitud y enfoca fijamente rostros y cuerpos,
escruta sus gestos, abandonándose al éxtasis, y la ausencia de palabra:
no hay preguntas: ¿qué sienten, qué piensan esos rostros, esos cuerpos?
Nunca lo sabremos. No es sino mediante el comentario que se nos da una
idea. Y en este sentido el uso del sonido es revelador. Compuesto
básicamente de tres pistas –la voz en off, el sonido directo,
la música y los efectos sonoros– organizadas de la siguiente manera: el
sonido directo proporciona el color local, algún que otro trozo de lo real; la música (cubana por lo general) pasa de temas épicos a festivos; a la vez que la voz en off domina el conjunto, articulándolo por medio de reflexiones que le imponen a cada imagen un sentido.
La única otra voz en la partitura, la de Fidel, fragmentos de
discursos, de entrevistas, contribuyen a componer la imagen del
redentor. La armonía entre el pueblo y el mesías se pone de manifiesto
precisamente en la ausencia de palabra del primero. No obstante, aunque
el apoyo a la revolución haya sido casi unánime (como lo fue en sus
inicios), las discrepancias en torno a su significado, a lo que debería
ser, van tejiendo la trama de su futuro. Es esa tensión, esa lucha
encarnizada que se libran las diversas facciones políticas y sociales
para imponer el sentido de la revolución, lo que el filme pasa por alto
al negarle la voz a la calle. Paradójicamente, queda una imagen
estrafalaria, y sin embargo profética, la de un pueblo reducido al rol
de coro, su voz convertida en simple eco.
El estancamiento
Quince años después aparece El fondo del aire es rojo, filme que recorre las luchas que marcaron el decenio 1967-1977. Aquí el tono cambia. A la sola voz en off que orquestaba el baile de Cuba sí
se le superponen otras, además de toda una serie de entrevistas a
obreros, militantes, dirigentes políticos, gente de la calle. El ritmo
se vuelve mucho más lento, dilatándose en largas secuencias montadas con
imágenes de archivo, filmes de ficción, noticiarios, incluso documentos
y pruebas de cámara del Grupo Medvedkin y de SLON –colectivos fundados
por el propio Marker a fines de los sesenta: el primero reunía a los
“cineastas proletarios”, mientras que el segundo (Sociedad para la divulgación de nuevas obras) era
una asociación de cineastas y operadores que filmaban los conflictos
sociales del momento y realizaban noticieros de contra-información. Del
monólogo a la polifonía, es la fragmentación lo que aquí se registra.
El documental, de una duración de tres horas, se divide en dos
partes: 1) ‘Las manos frágiles’ y 2) ‘Las manos cortadas’. El inicio
oscila entre fragmentos del Acorazado Potemkin, de Einsenstein,
e imágenes de manifestaciones y cortejos fúnebres. La música de fondo,
una marcha. Un montaje que inscribe a los movimientos y luchas que
refiere el filme en un mismo origen: Octubre 17. Un mismo origen que,
como se verá, no garantiza una unidad.
‘Las manos frágiles’ toma la guerra de Vietnam como punto de partida
de las revueltas de la época –ya que ésta funge como símbolo de la
resistencia al imperialismo norteamericano y, por ende, al capitalismo–.
No obstante, en ese mismo periodo se va concretizando la ruptura entre
los partidos comunistas, abanderados tradicionales de la causa
revolucionaria, y la nueva izquierda que, en un distanciamiento crítico
del bloque soviético, buscaba socavar la hegemonía de los primeros en la
lucha anticapitalista.
En Latinoamérica esto se traduce en el alejamiento entre guerrillas y
partidos comunistas locales. Como telón de fondo, las tensiones entre
el gobierno cubano, empeñado en regar la lucha armada por todo el
continente, y la reserva de los partidos que consideran las
circunstancias inapropiadas para tal empresa. En realidad, el verdadero
problema radica en la dirección de la lucha: ¿quién ha de poseer el
mando, el monte o el partido? De ejemplo, dos casos en los que la
escisión resultará desastrosa: Bolivia y Venezuela.
El primero nos conduce por el fracaso del Che en las montañas
bolivianas. El segundo al corazón de una guerrilla abandonada, aislada
en un territorio escaso. El hecho de que las intenciones y las
tendencias en conflicto se sucedan, dejando que el espectador sopese los
argumentos –la sección con Mario Monje, secretario general del Partido
Comunista boliviano, reacio a brindarle apoyo al Che, es de gran valor
histórico–, no se basa tanto en el afán de objetividad como en el de
exponer la complejidad del asunto. De hecho, el comentario en off no
se priva de tomar partido a favor de la guerrilla –sin por ello perder
la lucidez, ya que el impase de un movimiento armado cortado de la base
es comparado a “una punta de lanza sin lanza”–.
En Europa es la proliferación de los “frentes secundarios” –es decir,
en la terminología marxista, aquellos que no tienen una relación
directa con el conflicto principal entre el capital y el trabajo:
feminismo, ecología, etcétera–, además la de las tendencias trotskistas,
maoístas o aun anarquistas, lo que viene a poner en jaque a los
sindicatos y partidos de la izquierda tradicional. Centrándose en el
mayo del 68 francés, el filme muestra las tensiones, que a fin de
cuentas frenan la lucha, entre los movimientos estudiantiles, que
aglutinan de un modo u otro las tendencias antes citadas, y los
sindicatos, la CGT en particular. Escenas de enfrentamientos callejeros,
fragmentos de discursos de dirigentes sindicales, entrevistas de
obreros, cortes de disputas entre huelguistas y estudiantes. Un
entramado que va deslizándose de la euforia a la decepción.
Y, como es de esperar, las grabaciones de toda la gente de bien
ofendida –esa misma gente que un mes más tarde aupará a la derecha en
el poder como para recordarnos que ganar en la calle no es ganar en las
urnas–: “Saquear un país que ni siquiera los alemanes… no que yo esté a
favor de los alemanes, pero es que ni siquiera los alemanes se
atrevieron a destruir París”…
Una amarga constatación parece resumir el final de mayo del 68: “una
complicidad terrible entre el aparato conservador de la CGT y el aparato
conservador del gobierno”.
‘Las manos cortadas’ se abre con imágenes de archivo de la liberación
de Praga por el Ejército Rojo al final de la Segunda Guerra Mundial.
Sin embargo, el comentario que cierra la secuencia reza: “el primer
tanque soviético que entró en la Praga liberada tenía el número 23, es
el mismo tanque encima de un zócalo que, convertido en monumento, se
veía rodeado por otros tanques en agosto del 68”. Ironía de la historia:
la libertad sepultada por los mismos que habían de defenderla.
De la intervención en Checoslovaquia a la caída de Allende en Chile,
pasando por la masacre de México en el 68, el reflujo de los grupos
anti-sistema en Estados Unidos, el impase del programa común de la
izquierda en Francia, el comienzo no es de buen augurio: lo que sigue
viene signado por la derrota –en parte debido a los desgarramientos
internos de las fuerzas revolucionarias–.
No es pues de sorprender que la Primavera de Praga sea utilizada como
punto de inflexión de esa lucha fratricida: “Miren bien estas imágenes.
En ellas se ve lo que nunca pudo existir: un partido comunista que,
despojándose del estalinismo, se transfigura y reinventa la democracia
socialista. Los reaccionarios decían que era imposible y a su manera los
soviéticos dijeron lo mismo”. Y es esa imposibilidad lo que ‘Las manos
cortadas’ escenifica.
Hay dos momentos clave. El primero: Fidel Castro forzado a legitimar
la intervención soviética en una aparición televisada. La imagen
tiembla, un ruido de fondo perturba la alocución. Son las sacudidas de
una ilusión que vacila, se desmorona: los barbudos abandonando a los
checos, ¿qué queda del socialismo con rostro humano? El otro: la lasitud
que rezuma el comentario: “Y en esas estábamos […] Había todo un
repertorio de etiquetas estúpidas (diversionismo, revisionismo)
que diluían la complejidad de los conflictos en una especie de sistema
binario en que nadie se definía ya respecto a la lucha de clases sino a
la guerra entre organizaciones […] como si fuera necesario esperar el
día en que nos encontraríamos codo a codo en las gradas de un estadio
cercado por los militares para darnos cuenta de que, después de todo,
teníamos algo de qué decirnos”.
El estadio cercado por los militares es el de Santiago de Chile. Y
con ese episodio termina el filme: otra tentativa de instaurar el
socialismo democráticamente, que termina ahogada en un baño de sangre.
Aquí el decurso nunca se rige por la cronología de los acontecimientos,
puesto que el propósito no es el de reconstituir la historia del
fracaso, sino de trazar sus dinámicas. La tragedia chilena marca el fin
de la década, y el de una esperanza –el capitalismo tendrá larga vida–.
En una pancarta del mayo parisiense se leía: los obreros cogerán de las
manos frágiles de los estudiantes la bandera de la lucha. Pero cinco
años después, en el Estadio Nacional de Santiago, los militares
asesinaron a Víctor Jara, la voz emblemática del movimiento de Allende.
Antes le habían cortado las manos.
La oración fúnebre
La tumba de Alejandro es de 1993 y está dedicado al
realizador soviético Alejandro Medvedkin. A modo de correspondencia
(cinco cartas: la Rusia zarista, la revolución de Octubre, el cine-tren,
el estalinismo, la muerte de Medvedkin) el filme retraza la historia
soviética. Las relaciones entre cine y poder, de hilo conductor.
Si, por la pérdida del impulso revolucionario, El fondo del aire destilaba una atmósfera sombría, de La tumba de Alejandro, realizado
cuando ya había desaparecido el bloque comunista, cae más bien en la
nostalgia. La mirada retrospectiva no se confina al fracaso de la
experiencia soviética, pues centrándose en uno de sus cineastas más
importantes también restituye su grandeza.
Medvedkin tiene un lugar especial en la trayectoria de Chris Marker.
No fue hasta 1961 que éste vio por primera vez la obra maestra del ruso,
La felicidad, pero el efecto fue inmediato. No hubo desde
entonces, en Marker, otro cineasta con igual peso. Medvedkin se
convirtió en la referencia. Y como tal lo dio a conocer al público
europeo con el filme que le consagrara en 1974, El tren en marcha.
Filme que rescata la experiencia del cine-tren. Un tren que recorría
Rusia a principios de los años 30 con el fin de filmar fábricas, koljós,
etcétera, y, editando in situ los filmes y mostrándolos a los
concernidos, de suscitar debates que pudiesen desembocar en la solución
de los conflictos y problemas más acuciantes. El director del equipo era
Medvedkin.
Fue su nombre, por cierto, el que se le dio al colectivo de
cineastas-proletarios, fundado por Marker en los setenta, y que
intentaba perpetuar el espíritu de un cine de combate no sólo rompiendo
con el marco habitual de proyección (la sala de cine), sino también
mediante la influencia efectiva en la realidad (el cine no como arte, ni
mucho menos como diversión, pero como vector de cambio).
En el filme opera un constante vaivén entre el pasado y el presente:
el pasado revolucionario y la Rusia que se inicia al capitalismo. Una
vez más, todo tipo de fuentes son utilizadas: imágenes de archivo,
reportajes, películas de ficción, noticieros, filmaciones de
aficionados. La serie de entrevistas (de la hija de Medvedkin a
especialistas e historiadores del cine soviético) explora los
sobresaltos del siglo soviético –la colectivización, los procesos de
Moscú, la guerra– y de tal modo comienza a esbozar un retrato del
cineasta. ¿Cómo hizo para aguantar todo eso?, se pregunta la voz en off.
La respuesta parece llegar de un entrevistado: “Es la tragedia de un
verdadero comunista en el país de los que se hacen pasar por
comunistas”. Pero no basta, nos da una pista nomás. “Mi deber es
interrogar las imágenes”, reitera Marker. Y en un desfile, filmado por
el propio Medvedkin, en el que unos niños caminan con las manos en alto
seguidos de otro niño que los encañona con un fusil, descubre la
ambigüedad de quienes se lanzan en tal aventura.
Medvedkin, lejos de ser un simple idealista, víctima del destino de
la historia, jugó su carta a favor del bando que había elegido. Según
Zizek, la lógica del terror estalinista es la siguiente: “Si el futuro
radiante del comunismo debe resultar del horror del presente, entonces
ese resultado compensará de manera retroactiva las acciones terribles
que un revolucionario se ve obligado a cometer el día de hoy”. Pero del
horror no resultó sino el marasmo, el fin de una ilusión. Un adiós a
Medvedkin que es el adiós a todo un siglo de lucha.
Adiós –que no negación–. El filme comienza con una imagen de archivo
en la que se ve desfilar a unos dignatarios zaristas. Uno de ellos,
indignado, le grita a la multitud que se quite los gorros. Y sí, hay que
descubrirse cuando la nobleza pasa. Y Marker añade: “Puesto que el
deporte de moda es remontar en el tiempo para dar con los culpables de
los tantos crímenes y males que laceraron a Rusia a lo largo del siglo,
quisiera que no se olvide que, antes que Stalin, antes que Lenin, había
tipos como ése, que le ordenaban a los pobres que saludaran a los
ricos”.
El hombre de la cámara
En 1929 Dziga Vertov realizó El hombre de la cámara, obra
maestra del cine soviético en la que el protagonista, sin nunca
separarse de su cámara, va filmando la ciudad que recorre de un lado a
otro. Pero a la vez la (re)construye: los planos vertiginosos la
muestran tal como nunca lo ha sido antes, el montaje hace coincidir
mundos contrastados, sin relación aparente, y sin embargo es ese cambio
de percepción lo que transfigura la ciudad, lo que le revela otras
dimensiones. La mise en abyme (con frecuencia el camarógrafo es
filmado filmando) evidencia que una mirada es siempre mucho más que una
mirada. Es también una intervención, es ya una toma de posición.
Es esa conciencia de la mirada lo que caracteriza a las películas de
Chris Marker: soldar las imágenes con un sentido preciso, mediante un
montaje tan libre como riguroso. Marker deja constancia del mundo, de su
mundo, para salvarlo del olvido del futuro –y de la incuria del
presente–. Guardar su rastro es perpetuar la lucha. La cámara la empuña
como un arma.
Al menos se sabrá por qué el siglo fue rojo.
Este texto, con leves variaciones, fue publicado inicialmente en La Cité.
José García Simón (La Habana, 1976) es escritor y reside en Ginebra. Ha publicado la novela En el aire (Albatros, 2011). En FronteraD ha publicado La vida de las palabras. Los cuadernos de lengua y literature de Mario Ortiz, Robert Walser, detrás de la fachada, Cartografía del desastre. Magris, Enard, Sebald, La rehabilitación de la violencia en la lucha política. ‘Bonjour terreur’. En torno a Slavoj Zizek y Vladimir Sorokin remueve a Stalin en la Rusia de Putin.
Fuente: fronterad