Es imposible desligar la dimensión artística de Antonio Gades
de su compromiso político. Consciente de su impacto como figura
pública, no tuvo reparos para airear su idelología, comunista y
republicana, hasta su muerte, de la que se cumplen diez años el 20 de
julio. Ni andaluz ni gitano, pero de una integridad espiritual y
creativa que ya hubiera querido para sí más de un fundamentalista
flamenco, hizo de su arte un modo de estar en el mundo. "Lo que yo he
intentado es despojar al baile de todos sus adornos superfluos y
añadidos postizos" hasta lograr "una imagen escueta y esencial", dijo.
La forma y el fondo fueron, por tanto, indisociables. Frugalidad y clarividencia para un arte al servicio del pueblo. Fue lo que quiso decir Dominique You, director técnico de su compañía en el espectáculo Carmen —estrenado
en el Teatro Real en 1983—, cuando, con mucho tino, comparó su estilo
con "la poesía japonesa", esto es, "en dos palabras se ha dicho
todo". Desenterrar la pureza fue una voluntad innegociable a lo largo de
su carrera, en la que pretendió "transmitir el arte, no prostituirlo".
Y como se sabe, el género que mejor encajaba en sus características era
el flamenco, "pero no aquel que gusta a los turistas".
Antonio Esteve Ródenas,
su nombre real, nació en Elda, Alicante, mientras las bombas de los
sublevados caían sobre la capital. Su padre no pudo asistir a su venida,
el 14 de noviembre de 1936, por encontrarse en la primera línea del
madrileño "No pasarán", pero Gades, cuya conciencia de clase floreció
prematuramente, nunca se lo reprocharía. Antes al contrario, El Ventana —apodo que recibió su padre tras salvar milagrosamente la vida cuando
en un fusilamiento una bala le atravesó el ojo antes de salir por el
cráneo— fue un referente moral imprescindible para el futuro bailaor.
Acabada
la contienda, la familia se trasladó a Madrid. Su padre ejercería como
portero, uno de los oficios que el Movimiento asignaba entonces a los
lisiados, en un bloque de viviendas de la avenida Ciudad de Barcelona.
En la misma portería residirían su madre y él antes de que naciera su
hermano pequeño. En el colegio "los maestros pegaban", según recordaría
mucho después, así que empezó a trabajar tan pronto como pudo. Con solo
once años asistía como botones en el estudio de fotografía de Juan Gyenes, aprendizaje que muchos años después —cómo saberlo entonces— sería determinante en sus montajes.
Pero faltaban años para que El
Ródenas, como se le conocía en sus inicios como bailaor, se convirtiera
en Antonio Gades, el artista total que asumía la responsabilidad de la producción, la coreografía, el papel protagonista y hasta la iluminación de la mayoría de sus espectáculos. Antes pasaría por el diario ABC,
cuyo rol se limitaba a labores de impresión —cuatro horas, siempre
durante la madrugada— en la sección de Huecograbado. Simultáneamente, se
desempeñó como repartidor de fruta. Aún soñaba con ser ciclista o
torero "para escapar del hambre"; el baile todavía no era una vocación.
Antonio Gades. Foto: Fundación Antonio Gades
A comienzos de los 50, cuando la
pobreza todavía arreciaba y la grisura de la postguerra era mucho más
que un eco del enfrentamiento fratricida, el bailarín en ciernes que
pululaba por las distintas academias de baile flamenco en Madrid conoció
a Emilio de Diego, guitarrista que lo acompañaría en
las próximas tres décadas. No está de más recordar que en aquellos años
los bailarines varones arrastraban la etiqueta de afeminados (de
"maricones", en la jerga recalcitrante de la época). Por si fuera poco,
Antonio sufriría bastantes sinsabores en su profesión hasta que se cruzó
en su vida Pilar López.
Fue
la bailaora y coreógrafa, una referencia "ética" que se proyectaría en
su conciencia desde entonces hasta su último aliento, quien lo
bautizaría como "Antonio Gades", luego de que, en 1954, ingresara en su
compañía. Aquí representa por primera vez el Amor brujo de Manuel de Falla y la Carmen de Bizet, títulos cruciales en su trayectoria posterior, y diseña su primera coreografía, Ensueño.
Con el objetivo de seguir formándose, en 1961 viaja a Italia, donde se
convierte en primer bailarín de la Scala de Milán, y a Francia.
El cine se cuela en su vida solo un año más tarde, cuando Francisco Rovira Beleta cuenta con él para Los tarantos,
nominada al Oscar a la mejor película de habla no inglesa. Gades
trabajaba aún en la Scala, por lo que acudía a los rodajes en avión y
volvía a Milán tan pronto terminaba su secuencia. Casi no coincidió con Carmen Amaya,
el otro gran rostro del filme, pues apenas compartían escenas
juntos. La gitana de Somorrostro moriría solo unos meses después de
acabar la película, cuyo guion había firmado Alfredo Mañas.
Una de las anécdotas más impactantes relativas a esta película se recoge en la biografía de Julio Ferrer sobre el eximio bailaor, Antonio Gades. Arte y Revolución,
que publica este jueves la colección Sine Qua Non de Ediciones B.
Cuando muere su admirada Carmen Amaya, 'La Capitana', a la que un Gades
con lágrimas en los ojos conoció en su camerino tras una de sus
conmovedoras actuaciones, el bailaor se fue por todos los tablaos de
Barcelona. "¡No tenéis vergüenza! ¡Que esté Carmen Amaya de cuerpo
presente y haya un tablao abierto!", espetó a los concurrentes en los
que quedaban abiertos ese día.
Tras el éxito de Los tarantos, el cine volvería a llamar a su puerta muy poco después. Mario Camus lo dirigió en Con el viento solano (1967),
película que compitió por la Palma de Oro en Cannes. Aquel viaje a
Francia deparó uno de los momentos más intensos en la vida del bailaor,
que cenó en un restaurante chino junto a Luis Miguel Dominguín y los artistas, entonces exiliados, Pablo Picasso, Rafael Alberti y María Teresa León. Gades fue sorprendido llorando en el baño minutos después de asistir al fulgor del toreo con mantel de Dominguín, los dibujos improvisados del autor de El Guernica y el recitado del poeta marinero. Una velada inolvidable
La película El amor brujo
(1967), de nuevo con Rovira Beleta, logró otra nominación al Oscar en
la misma categoría. En esta ocasión su pareja sería Josefa Cotillo
Martínez 'La Polaca', y no sería la última vez que
Gades se iba a sumergir en la obra maestra de Falla. Además de la
interpretación en el citado espectáculo con la compañía de Pilar López,
volvería a la obra en la Scala —en el papel del Espectro— y en un
espectáculo en Chicago. El cine, además, le tenía reservada otra
oportunidad en el cierre de la trilogía flamenca de Carlos Saura.
Carlos Saura conversa con Antonio Gades. Foto: Colette Masson
La colaboración con el cineasta aragonés arrancó con la lorquiana Bodas de sangre (1981), cuyo germen corresponde a la visita del director de Cría cuervos,
todavía escéptico, a uno de sus ensayos. Saura queda fascinado con el
montaje de la pieza en versión danza y no duda en trasvasarlo al cine.
La producción de Gades data de 1974. El bailaor se ocupaba de la
coreografía y la iluminación, además del papel de Leandro, mientras que
la escenografía era de Francisco Nieva. De la música fue responsable Emilio de Diego, que no llegó a participar junto a Saura, pues se marchó justo antes de Bodas de sangre.
Carmen (1983), la segunda entrega de la trilogía cinematográfica, contó con la intervención estelar del guitarrista Paco de Lucía,
que se ocuparía de la música y ejercería de intérprete. La icónica
secuencia de los tangos a cargo del maestro de Algeciras, que formó
parte de la compañía de Gades en 1966 para interpretar la Suite flamenca en una gira americana, y Pepa Flores, que había dejado atrás el nombre artístico Marisol, ya es historia del cine musical en nuestro país.
Antonio y Pepa compartían su vida desde 1973, habían tenido tres hijos y mezclado su talento artístico en las películas Los días del pasado (Mario Camus, 1977) y Bodas de sangre, de la que sigue recordándose la interpretación de Pepa en la Nana del caballo grande.
La boda se celebró en La Habana —se casaron en 1982 y se separaron un
año más tarde—, nada menos que con la presencia de Fidel y Raúl Castro,
lo que nos da la medida del apego de Gades por la Revolución cubana. El
bailaor llegó a la isla con su compañía en 1975, cuando había decidido
dejar de bailar en protesta por los últimos asesinatos del franquismo en
el año de la muerte del dictador.
Suerte que la bailarina y coreógrafa cubana Alicia Alonso
logró convencerle de que el arte podría ser un instrumento de
transformación social. Durante la Transición, tanto Antonio como Pepa
militaron en el Partido Comunista de España (PCE), pero la escisión resultante de la deriva del líder Santiago Carrillo hacia el eurocomunismo les condujo al Partido Comunista de los Pueblos de España (PCPE). Los posicionamientos políticos de Gades, siempre contundentes, llegaron a costarle su cargo al frente del Ballet Nacional Español, proyecto que con tanta ilusión encaró en 1978.
Su trayectoria anterior en la
danza, jalonada de éxitos, no fue suficiente para el ministro de
Cultura Ricardo de la Cierva, que provenía del aparato franquista: su
brillante paso por el Pabellón de España en la Feria de Nueva York con
su primera compañía en 1964 —ese año contrae matrimonio con Marujita Díaz, de la que se separa a los dos años— o las producciones de Suite española, Suite flamenca o Don Juan.
Por cierto, que en esta última, donde Gades se identificó intensamente
con el personaje rebelde de la obra de Molière por su pelea contra el
poder establecido, también acabó vapuleado por la censura.
Cuando lo expulsan del Ballet Nacional Español, lo acompañan 23 miembros —entre los que se encuentran Cristina Hoyos y José Mercé—
y forma su propia compañía. Volvería a Cuba en 1978, donde afianzó su
compromiso con los barbudos de la isla. Días antes de su muerte, en un
reconocimiento a cargo de la Revolución, llegó a pronunciar estas
palabras: "Nunca me sentí un artista sino un simple miliciano vestido de
verde olivo, con un fusil en la mano para dónde, cómo y cuándo, siempre
estar a sus órdenes".
Carlos Saura, Pepa Flores, Antonio Gades, Laura del Sol, Paco de Lucia y Bernardo Pérez
Incluso su última gran producción, Fuenteovejuna (1994),
constituye un homenaje a su patria adoptiva por su resistencia ante el
imperialismo estadounidense. En una de las representaciones de la
adaptación de Lope de Vega, celebrada en el Teatro Real en 2002,
conocería a su última pareja, Eugenia Eiriz, que lo acompañó hasta el día de su muerte y hoy figura como directora general de la Fundación Antonio Gades.
Los miembros del cuerpo
diplomático de la embajada de Cuba asistieron a una velada íntima en el
crematorio después de que se lo llevara un cáncer. Al día siguiente, las
cenizas partieron hacia La Habana, en cuyo puerto había atracado
Antonio Gades hasta en dos ocasiones, 1992 y 2003, cuando cruzó el
Atlántico en barco —era un apasionado de la navegación— desde España. Se
supo, tras su muerte, que era militante del Partido Comunista de
Cuba. Desde el 2007, luce una escultura de bronce dedicada al gran bailaor en la Plaza de la Catedral, ubicada en el casco histórico de la Habana.
Además del teatro, que le reveló
como un actor de indiscutible potencia escénica, la danza o el cine,
disciplinas en las que se desempeñó con más oficio, Gades canalizó su
pasión por la literatura (los clásicos griegos, Shakespeare, Cavafis,
Lorca…), la pintura (Picasso, Antoni Tàpies, Antonio Saura, Goya,
Velázquez, Malévich y el surrealismo...) y la fotografía para la
producción de sus montajes, en los que destacó su destreza para la
iluminación.
Todo esto sucedería años después
de su brega en los tablaos madrileños como el Corral de la Morería, las
Cuevas de Nemesio, el Café de Chinitas, Las Brujas o el Cabaret de
Morocco, donde se curtió como bailaor irreverente y como ciudadano
libre, condiciones inseparables que hoy, diez años después de su muerte,
nos lleva a recordarlo como lo hacemos. "Mamé el flamenco en la calle. El hijo de un obrero tenía que ser obrero",
dijo en una de las entrevistas que contiene esta biografía, de vocación
claramente hagiográfica, aunque de gran valor documental.
Por ejemplo, una declaración de la actriz María Esteve,
su hija, nos revela a "un ser vulnerable y sensible que enfrentaba sus
miedos y sus sueños" en los últimos días de su vida. Además, "tenía un
punto de insatisfacción porque necesitaba saber el porqué de las cosas".
Fuente: El Cultural