Me
costó trabajo y mucho tiempo dar con la casa de Kolvasief. Leningrado
es, después de Londres, la ciudad más extensa de Europa. Añádase la
actual deficiencia de los medios de transporte urbano, el
desconocimiento que de la ciudad tiene el recién llegado y, lo que es
más grave, su ignorancia del ruso, y ya podrá imaginarse el lector lo
difícil que resulta para el extranjero dar por sí mismo con un punto
cualquiera de la urbe. Más todavía. La numeración de las casas de
Leningrado obedece a un orden y progresión tan esotéricos e
inextricables, que sólo los iniciados pueden seguirla y servirse de
ella. Por fortuna, encontré a tiempo al crítico literario Vigodsky, que
asistía también a la reunión de escritores bolcheviques. Y Vigodsky
vino, asimismo, a guiarme por otro laberinto: una vez en casa de
Kolvasief, había que orientarse en la numeración de los departamentos y
habitaciones, que es mucho más compleja y minuciosa que la de la calle.
Leningrado no sufre de la crisis de alojamientos de que padece Moscú,
pero tampoco hay allí abundancia de casas[1].
La población cabe a las justas dentro del actual perímetro urbano, y
para prevenir inesperados conflictos y desórdenes derivados del
creciente acercamiento entre la ciudad y el campo —acercamiento
provocado por la política de socialización integral del Soviet—, se ha
organizado rigurosamente y en sus más mínimos detalles el
régimen domiciliario. De aquí que cada casa resulte una colmena, a causa
de la minuciosidad, orden y regularidad de su parcelamiento.
El departamento al que entramos es amplio, confortable. Leningrado,
en general, es una ciudad holgada, limpia, clara y hasta alegre. El
zarismo hizo de ella una urbe occidental y casi parisiense, en su plano
de conjunto, en su estilo arquitectónico, en su aspecto municipal, en su
ornamentación. Residencia de la nobleza y de la alta burguesía rusa,
fue dotada de un confort marcadamente occidental, al
menos en sus zonas centrales. Abundan los departamentos construidos y
orientados a semejanza de los de la rive gauche de
París. El de Kolvasief es así. Sólo que, dentro de la actual vida
soviética, habitan en cada departamento numerosas familias, ocupando,
según el número de cada una de ellas y su género de trabajo, cuatro,
tres, dos y hasta una sola pieza.
Kolvasief es un joven de unos treinta y cinco años y de cierta
distinción personal. Ha sido diplomático. Un tanto banal y cortesano,
sus maneras y su desenvoltura denuncian al viajero del protocolo, al
hombre de mundo. Cuando llegan los otros escritores bolcheviques,
resalta más aún su ceremonial de salón. Kolvasief, sin embargo, es un
gran cuentista revolucionario. Contra la mediocre impresión que me
produjera al comienzo, se precisó luego como un hombre ortodoxo y
profundamente bolchevique. Del salón burgués ha tomado únicamente el
deseo de agradar, la fluidez del gesto, encontrando en el resto de la
sociedad capitalista un motivo de sincera repugnancia. Son muchos los
revolucionarios que, como Kolvasief, egresaron de la buena» sociedad o
pasaron por ella. Tal Chicherin, Lunacharsky, Maiakovsky, Pilniak, Volin
y otros.
Llega Sayanov. Luego, Lipatof y Erlich. Después, Verzint, Chitzanov,
Sadovief. Jóvenes todos, de menos de cuarenta años —poetas, novelistas,
críticos, ensayistas—, hacen una algazara riente y pintoresca. Alegría
sana, exuberancia fecunda, fuerza generosa, instinto colectivo de la
vida, praxis creadora. Visten sin pretensión proletaria, sin mise en scene bolchevique.
Ni uniforme revolucionario, ni blusas amarillas, ni chalecos rojos, ni
camisas negras y ni siquiera los largos pantalones de los sans culottes de
la Convención. Más bien involuntaria negligencia en la raída americana,
en la ausencia de corbata, en el calzado burdo y atollado. Más bien
pobreza de hombres justos y de ninguna manera desarrapado y profesional
abandono de bohemios. En su mayoría son rusos blancos del Norte; «ojos
azules de polar desolación, amoratados rostros, respiración de maelstrom, ceño de cerrazón a la redonda. Unos vienen a la literatura, directa y conscientemente, de la clase obrera. Otros vienen de la itzba, por la marea de la guerra civil. Otros de la pequeña burguesía, por foetazo leninista. Y no pocos del lumpen-proletariado,
redimidos y ganados a la vida de orden y trabajo. No demuestran por mí
esa melosa curiosidad protectora que los eminentes plumíferos burgueses
demuestran ante un escritor desconocido y extranjero. Me hablan y me
tratan con sencillez fraternal.
El más reposado es Sadovief y el más respetado por ellos. Le consultan continuamente, oyéndole con cariño y devoción,
—Sadovief —me dice Kolvasief— es nuestro más grande poeta proletario.
—¿Más grande que Pasternak y que Maiakovsky? —le arguyo sorprendido.
—El más grande de todos —me repite Kolvasief con firmeza, y su opinión se generaliza luego, confirmada por todos les presentes.
Kolvasief añade:
—Por lo demás, Maiakovsky no pasa de un histrión de la hipérbole. En cuanto a Pasternak…
Pero mas que este modo individualista de plantear y juzgar las cosas
literarias, me interesan los modos colectivos, que me permito provocar
en alta voz entre mis amigos rusos. Anoto entonces las siguientes
declaraciones, que los escritores bolcheviques me formulan como signos
de su estética:
No hay literatura apolítica; no la ha habido ni la habrá nunca en el
mundo. La literatura rusa defiende y exalta la política soviética.
Guerra a la metafísica y a la psicología. Sólo las disciplinas
sociológicas, determinan el alcance y las formas esenciales del arte.
Los asuntos y problemas de que trata la literatura rusa corresponden
estrictamente al pensamiento dialéctico de Marx.
La inteligencia trabaja y debe trabajar siempre bajo el control de-
la razón. Nada de superrealismo, sistema decadente y abiertamente
opuesto a la vanguardia intelectual soviética. Nada de freudismo ni de
bergsonismo. Nada de complejo, libido, ni intuición, ni sueño. El método
de creación artística es y debe ser consciente, realista, experimental,
científico.
Los temas literarios son la producción, el trabajo, la nueva
organización de la familia, y de la sociedad, las peripecias y luchas
ineluctables, para crear el espíritu del hombre nuevo, con sus
sentimientos colectivos de emulación, creadora y de justicia universal.
En la literatura rusa hay dos maneras de enfocar la realidad social:
la vía destructiva de beligerancia y propaganda mundial contra el
espíritu y los intereses burgueses y reaccionarios, de una parte, y de
la otra, la vía constructiva del nuevo orden y de la nueva sensibilidad.
En esta última se distinguen, a su vez, dos movimientos concéntricos:
proletarización de la sociedad entera y socialización del Estado
proletario.
Ha pasado el tiempo de las escuelas y cenáculos literarios en Rusia.
No queda ni akeísmo, ni presentismo, ni futurismo, ni constructivismo.
No hay más que la F. U. D. E. R. (Frente Único de Escritores
Revolucionarios), cuyo espíritu y experimentos técnicos pueden
sintetizarse en la doctrina general del realismo heroico.
Los maestros y precursores rusos de los actuales poetas son Puchkin y
Khlebnikov. Blok no deja nada profundo ni duradero. Las únicas
influencias extranjeras se reducen a la inglesa de las baladas (Kipling,
Coleridge) y a la alemana (Heine, Rilke).
Los escritores rusos forman un sindicato profesional, como las demás
ramas de la actividad soviética. La edición y cotización de las obras
corren a cargo de este sindicato y de una sección especial del
Comisariato de Instrucción Pública, y ellas siguen, para ser
establecidas, un criterio de Estado.
El ejercicio de la literatura es libre y no está organizado en
ninguna escuela o academia oficial preparatoria, ni se sujeta a
programas o cuestionarios coactivos del Soviet.
El escritor revolucionario lleva una vida de acción y dinamismo
constantes. Viaja y está en contacto directo con la existencia campesina
y obrera. Vive al aire libre, palpando en forma inmediata y viviente la
realidad social y económica, las costumbres, las batallas políticas,
los dolores y alegrías colectivos, los trabajos y el alma de las masas.
Su vida es un laboratorio austero donde estudia científicamente su rol
social y los medios de cumplirlo. El escritor revolucionario tiene
conciencia de que él, más que ningún otro individuo, pertenece a la
colectividad y no puede confinarse a ninguna torre de marfil ni
al egoísmo. Ha muerto en Rusia el escritor de bufete y de levita,
libresco y de monóculo, que se sienta día y noche ante un montón de
volúmenes y cuartillas, ignorando la vida en carne y hueso de la calle.
Ha muerto, asimismo, el escritor bohemio, soñador, ignorante y perezoso.
La literatura soviética participa, en cierta medida, del antiguo
realismo y del antiguo naturalismo, pero los excede en sus bases
históricas y en sus secuencias creadoras. Ella no es una escuela, sino
un trance viviente y entrañable de la vida cotidiana. De aquí su
diferencia sustancial de todas las demás literaturas de la historia.
Nota
[1] La
superficie media habitable por cabeza de población en las ciudades
soviéticas es actualmente de 6,1 metros cúbicos. Si a esto se añade el
hecho de que la población urbana aumenta en Rusia en un 5,5 por 100
—porcentaje doble al del país capitalista de mayor desarrollo—, se
comprenderá la urgente política de urbanización a que se halla hoy
consagrado el Soviet. De aquí a fines de 1932 deben quedar urbanizados
43 millones de metros cuadrados de superficie en el país.
Fuente: Capítulo del libro de César Vallejo Rusia en 1931, reflexiones al pie del Kremlin.